San Francisco de Borja.-
La
familia Borja era una de las más célebres del reino de Aragón, España.
Alcanzó fama mundial, en el momento en que Alfonso Borja fue elegido
Papa con el nombre de Calixto III. A fines del mismo siglo, hubo otro
Papa Borja, Alejandro VI, quien tenía cuatro hijos cuando fue elevado al
Pontificado.
Para dotar a su hijo Pedro, compró el ducado de Gandía, en Valencia,
España. Pedro, a su vez, lo legó a su hijo Juan, quien fue asesinado
poco después de su matrimonio. El hijo de este último, el tercer duque
de Gandía, se casó con la hija natural de un hijo de Fernando V de
Aragón.
De este matrimonio nació el 28 de octubre de1510 Francisco de Borja y
Aragón, nuestro Santo, quien era nieto de un Papa, Alejandro VI, y de
un rey, Fernando, además de ser primo del emperador Carlos V.
Una vez terminados sus estudios a los dieciocho años, Francisco
ingresó en la corte de Carlos V. Por entonces ocurrió un incidente, cuya
importancia no había de verse sino más tarde.
En Alcalá de Henares, Francisco quedó muy impresionado a la vista de
un hombre, a quien se le conducía a la prisión de la Inquisición: ese
hombre era Ignacio de Loyola.
Se casó a los 19 años con Leonor de Castro y tuvo ocho hijos. Al año
siguiente, recibió del emperador el título de marqués de Lombay. A los
29 años, Carlos V le nombró virrey de Cataluña (1539-1543), cuya capital
es Barcelona.
Mucho tiempo después, Francisco solía decir: "Dios me preparó en ese
cargo para ser General de la Compañía de Jesús. Ahí aprendí a tomar
decisiones importantes, a mediar en las disputas, a considerar las
cuestiones desde los dos puntos de vista. Si no hubiese sido virrey,
nunca lo hubiese aprendido".
En el ejercicio de su cargo, consagraba a la oración todo el tiempo
que le dejaban libres los negocios públicos y los asuntos de su familia.
Los personajes de la corte comentaban desfavorablemente la frecuencia
con que comulgaba, ya que prevalecía entonces la idea, -muy diferente
de la de los primeros cristianos-, de que un laico, envuelto en los
negocios del mundo, cometía un pecado de presunción si recibía con
demasiada frecuencia el sacramento del Cuerpo de Cristo.
En una palabra, el virrey de Cataluña "veía con otros ojos y oía con
otras orejas que antes. Hablaba con otra lengua, porque su corazón había
cambiado."
En Barcelona se encontró con San Pedro de Alcántara y con el Beato
jesuita Pedro Favre. Este último encuentro, -veremos después-, fue
decisivo para Francisco .
En 1543, a la muerte de su padre, heredó el ducado de Gandía. Como el
rey Juan de Portugal se negó a aceptarle como principal personaje de la
corte de Felipe II, quien iba a contraer matrimonio con su hija,
Francisco renunció al virreinato y se retiró con su familia a Gandía.
Ello constituyó un duro golpe para su carrera pública, y desde
entonces, el duque empezó a preocuparse más por sus asuntos personales.
En efecto, fortificó la ciudad de Gandía para protegerla contra los
piratas berberiscos, construyó un Convento de dominicos en Lombay y
reparó un hospital.
Por ese tiempo, el Obispo de Cartagena escribió a un amigo suyo:
"Durante mi reciente estancia en Gandía, pude darme cuenta de que Don
Francisco es un modelo de duque y un espejo de caballeros cristianos. Es
un hombre humilde y verdaderamente bueno, un hombre de Dios en todo el
sentido de la palabra... . Educa a sus hijos con un esmero
extraordinario y se preocupa mucho por su servidumbre. Nada le agrada
tanto como la compañía de los sacerdotes y religiosos... ."
El mismo año que fue nombrado Virrey de Cataluña, Francisco recibió
la misión de conducir a la sepultura real de Granada los restos mortales
de la emperatriz Isabel. Él la había visto muchas veces rodeada de
aduladores y de todas las riquezas de la corte.
Al abrir el ataúd para reconocer el cuerpo, la cara de la difunta
estaba ya en proceso de descomposición. Francisco tomó entonces su
famosa resolución: « ¡no servir nunca más a un señor que pudiese
morir!"» Comprendió profundamente la caducidad de la vida terrena.
Algunos años más tarde, estando enferma su esposa, pidió a Dios la
curación de ella y una voz celestial le dijo: «Tú puedes escoger para tu
esposa la vida o la muerte. Pero si tú prefieres la vida, ésta no será
ni para tu beneficio ni para el suyo.» Derramando lágrimas, respondió:
«Que se haga vuestra voluntad y no la mía.»
La muerte de Doña Leonor, su esposa, ocurrida en 1546, fue un gran
dolor para Francisco. El más joven de sus ocho hijos tenía apenas ocho
años cuando murió Doña Leonor.
El mismo año, el Beato Pedro Favre se detuvo unos días en Gandía y
Francisco realizó los ejercicios espirituales de San Ignacio de Loyola.
El 2 de Junio hizo los votos de castidad, de obediencia y de entrar en
la Compañía de Jesús.
El Beato Favre partió de ahí a Roma, llevando un mensaje del duque a
San Ignacio, comunicándole al Fundador de la Compañía de Jesús que había
hecho voto de ingresar en la Orden.
San Ignacio se alegró mucho de la noticia. Sin embargo, aconsejó al
duque que difiriese la ejecución de sus proyectos hasta que terminase la
educación de sus hijos, y que mientras tanto, tratase de obtener el
grado de doctor en teología en la Universidad de Gandía, que acababa de
fundar. También le aconsejaba que no divulgase su propósito, pues "el
mundo no tiene orejas para oír tal estruendo."
Francisco obedeció puntualmente. Pero al año siguiente fue convocado a
asistir a las cortes de Aragón, lo cual estorbaba el cumplimiento de
sus propósitos.
En vista de ello, San Ignacio le dio permiso para que hiciese en
privado la profesión. Tres años después, el 31 de agosto de 1550, cuando
todos los hijos del duque estaban ya colocados, partió éste para Roma,
se encontró con San Ignacio, y después de renunciar al ducado de Gandía,
ingresó en la Compañía de Jesús a la edad de cuarenta y cuatro años.
Cuatro meses más tarde, volvió a España y se retiró a una ermita de
Oñate en las cercanías de Loyola. Desde ahí obtuvo el permiso del
emperador para traspasar sus títulos y posesiones a su hijo Carlos.
En seguida se rasuró la cabeza y la barba, tomó el hábito clerical y
recibió la Ordenación sacerdotal en la semana de Pentecostés, el 26 de
mayo de 1551.
El duque que se había hecho jesuita, se convirtió en la sensación de
la época. El Papa concedió indulgencia plenaria a cuantos asistiesen a
su primera Misa en Vergara, y la multitud que congregó fue tan grande,
que hubo que poner el altar al aire libre.
Su propósito de renunciar a los honores se vio también probado en la
vida religiosa. Carlos V lo propuso como Cardenal, pero Francisco no
aceptó.
Los superiores de la casa de Oñate le nombraron ayudante del
cocinero. Su oficio consistía en acarrear agua y leña, en encender la
estufa y limpiar la cocina. Cuando atendía a la mesa y cometía algún
error, el santo duque tenía que pedir perdón de rodillas a la comunidad
por servirla con torpeza.
Inmediatamente después de su Ordenación, empezó a predicar en la
provincia de Guipúzcoa y recorría los pueblos haciendo sonar una
campanilla para llamar a los niños al catecismo y a los adultos a la
instrucción.
Por su parte, el Superior de Francisco le trataba con la severidad
que le parecía exigir la nobleza del duque. Indudablemente que el Santo
sufrió mucho en aquella época, pero jamás dio la menor muestra de
impaciencia.
En cierta ocasión en que se había abierto una herida en la cabeza, el
médico le dijo al vendársela: "Temo, señor, que voy a hacer algún daño a
vuestra gracia". Francisco respondió: "Nada puede herirme más que ese
tratamiento de dignidad que me dais".
Después de su conversión, el duque empezó a practicar penitencias
extraordinarias. Era un hombre muy gordo, pero su talle empezó a
estrecharse rápidamente.
Aunque sus Superiores pusieron coto a estos excesos, San Francisco se
las ingeniaba para inventar nuevas penitencias. Más tarde admitía que
sobre todo, antes de ingresar en la Compañía de Jesús, había mortificado
su cuerpo con demasiada severidad.
Durante algunos meses predicó fuera de Oñate. El éxito de su
predicación fue inmenso. Numerosas personas le tomaron por director
espiritual.
Él fue de los primeros en reconocer el valor grandísimo de Santa
Teresa de Jesús. Después de obrar maravillas en Castilla y Andalucía, se
sobrepasó a sí mismo en Portugal. San Ignacio le nombró provincial de
la Compañía de Jesús en España.
San Francisco de Borja dio muestras de su celo y en toda ocasión
expresaba su esperanza de que la Compañía de Jesús se distinguiese en el
servicio de Dios por tres normas: la oración y los sacramentos, la
oposición a la mentalidad del mundo y la perfecta obediencia. Esas eran
las características del alma del Santo.
Dios utilizó a San Francisco de Borja para establecer la nueva Orden
en España. Fundó una multitud de casas y colegios durante sus años de
General.
Ello no le impedía, sin embargo, preocuparse por su familia y por los
asuntos de España. Por ejemplo, dulcificó los últimos momentos de Juana
la Loca, quien perdió la razón cincuenta años antes a raíz de la muerte
de su esposo, y desde entonces, había experimentado una extraña
aversión por el clero.
Al año siguiente, poco después de la muerte de San Ignacio, Carlos V
abdicó, se enclaustró en el Monasterio de Yuste y mandó llamar a San
Francisco.
El emperador nunca había sentido predilección por la Compañía de
Jesús, y declaró al Santo que no estaba contento de que hubiese escogido
esa Orden.
Éste confesó los motivos por los que se había hecho jesuita, y afirmó
que Dios le había llamado a un estado en el que se uniese la acción a
la contemplación y se viese libre de dignidades que le habían acosado en
el mundo.
Aclaró que por cierto, la Compañía de Jesús era una Orden nueva. Pero
el fervor de sus miembros valía más que la antigüedad, ya que "la
antigüedad no es una garantía de fervor". Con eso quedaron disipados los
prejuicios de Carlos V.
San Francisco no era partidario de la Inquisición, y este tribunal no
le veía con buenos ojos, por lo que Felipe II tuvo que escuchar más de
una vez las calumnias que los envidiosos levantaban contra el santo
duque.
Éste permaneció en Portugal hasta 1561, cuando el Papa Pío IV le
llamó a Roma a instancias del Padre Laínez, general de los jesuitas.
En Roma se le acogió con cordialidad. Entre los que asistían
regularmente a sus sermones, se contaban el Cardenal Carlos Borromeo y
el Cardenal Ghislieri, quien más tarde fue Papa con el nombre de Pío V.
Ahí se interiorizó más de los asuntos de la Compañía, y empezó a
desempeñar cargos de importancia. En 1566, al morir el Padre Laínez, fue
elegido General, cargo que ejerció hasta su muerte.
Durante los siete años que desempeñó ese oficio, dio tal ímpetu a su
Orden en todas partes, que puede llamársele el segundo Fundador. El celo
con que propagó las misiones y la evangelización del mundo pagano,
inmortalizó su nombre.
Y no se mostró menos diligente en la distribución de sus súbditos en
Europa para colaborar a la reforma de las costumbres. Su primer cuidado
fue establecer un noviciado regular en Roma y ordenar que se hiciese
otro tanto en las diferentes provincias.
Durante su primera visita a la Ciudad Eterna, quince años antes, se
había interesado mucho en el proyecto de fundación del Colegio Romano y
había regalado una generosa suma para ponerlo en práctica.
Como General de la Compañía, se ocupó personalmente en dirigir el
Colegio y precisar el programa de estudios. Prácticamente, fue él quien
fundó el Colegio Romano, aunque siempre rehusó el título de fundador,
dado ordinariamente a Gregorio XIII, que lo restableció con el nombre de
Universidad Gregoriana.
San Francisco construyó la Iglesia de San Andrés del Quirinal y fundó
el noviciado en la residencia contigua. Además, empezó a construir el
Gesu y amplió el Colegio Germánico, en el que se preparaban los
misioneros destinados a predicar en aquellas regiones del norte de
Europa, en las que el protestantismo había hecho estragos.
San Pío V tenía mucha confianza en la Compañía de Jesús y gran
admiración por su general, de suerte que San Francisco de Borja podía
moverse con gran libertad.
A él se debe la extensión de la Compañía de Jesús más allá de los
Alpes, así como el establecimiento de la provincia de Polonia.
Valiéndose de su influencia en la corte de Francia, consiguió que los
jesuitas fuesen bien recibidos en ese país y fundasen varios colegios.
Por otra parte, reformó las misiones de la India, las del Extremo Oriente y dio comienzo a las misiones de América.
Entre su obra legislativa, hay que contar una nueva edición de las
reglas de la Compañía y una serie de directivas para los jesuitas
dedicados a trabajos particulares.
A pesar del extraordinario trabajo que desempeñó durante sus siete
años de Generalato, jamás se desvió un ápice de la meta que se había
fijado, ni descuidó su vida interior.
Un siglo más tarde, escribió el Padre Verjus: "Se puede decir con
verdad, que la Compañía debe a San Francisco de Borja su forma
característica y su perfección. San Ignacio de Loyola proyectó el
edificio y echó los cimientos. El Padre Laínez construyó los muros, San
Francisco de Borja techó el edificio, arregló el interior, y de esta
suerte, concluyó la gran obra que Dios había revelado a San Ignacio".
No obstante sus muchas ocupaciones, San Francisco encontraba tiempo
todavía para encargarse de otros asuntos. Por ejemplo, cuando la peste
causó estragos en Roma en 1566, el Santo reunió limosnas para asistir a
los pobres y envió a sus súbditos por parejas a cuidar los enfermos de
la ciudad.
Se le ofreció el cargo de Cardenal y tenía posibilidades de llegar a ser Papa, pero no lo aceptó.
En 1571, el Papa envió al Cardenal Bonelli con una embajada a España,
Portugal y Francia, y San Francisco de Borja le acompañó. Aunque la
embajada fue un fracaso desde el punto de vista político, constituyó un
triunfo personal de Francisco.
En todas partes se reunían multitudes, para "ver al santo duque" y
oírle predicar. Felipe II, olvidando las antiguas animosidades, le
recibió tan cordialmente como sus súbditos.
Mas la fatiga del viaje apresuró el fin de San Francisco. Su primo,
el duque Alfonso, alarmado por el estado de su salud, le envió desde
Ferrara a Roma en una litera.
Sólo le quedaban ya dos días de vida. Por intermedio de su hermano
Tomás, San Francisco envió sus bendiciones a cada uno de sus hijos y
nietos, y a medida que su hermano le repetía los nombres de cada uno,
oraba por ellos.
Tenía una profunda devoción a la Eucaristía y a la Virgen Santísima.
Gravemente enfermo, quedándole solamente dos días de vida, quiso visitar
el Santuario Mariano de Loreto.
Cuando el Santo perdió el habla, un pintor entró a retratarle. Al ver
al pintor, San Francisco manifestó su desaprobación con la mirada y el
gesto, y no se dejó pintar.
Murió a la media noche del 30 de septiembre de 1572. Según la
expresión del Padre Brodrick, fue "uno de los hombres más buenos,
amables y nobles que había pisado nuestro pobre mundo."
Desde el momento de su "conversión", San Francisco de Borja,
canonizado en 1671, cayó en la cuenta de la importancia y de la
dificultad de alcanzar la verdadera humildad. Se impuso toda clase de
humillaciones a los ojos de Dios y de los hombres.
Cierto día en Valladolid, donde el pueblo recibió al Santo en
triunfo, el Padre Bustamante observó que Francisco se mostraba todavía
más humilde que de ordinario, y le preguntó la razón de su actitud.
Él replicó: "Esta mañana durante la meditación, caí en la cuenta de
que mi verdadero sitio está en el infierno, y tengo la impresión de que
todos los hombres, aún los más tontos, deberían gritarme: ‘¡Ve a ocupar
tu sitio en el infierno!’".
Un día confesó a los novicios, que durante los seis años que llevaba
meditando la vida de Cristo, se había puesto siempre en espíritu a los
pies de Judas. Pero que recientemente, notando que Jesús había lavado
los pies del traidor, por ese motivo, ya no se sentía digno de acercarse
ni siquiera a Judas.
Francisco no se dejó engañar por el mundo. Sabiéndose nada, confió todo en Jesucristo y logró la santidad.
En mayo de 1931, su cuerpo, venerado en la Casa religiosa de Madrid,
fue quemado en el incendio que causaron los revolucionarios
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