BEATO JUAN XXIII (1881-1963)
Nació
en el seno de una familia numerosa campesina, de profunda raigambre
cristiana. Pronto ingresó en el Seminario, donde profesó la Regla de la
Orden franciscana seglar. Ordenado sacerdote, trabajó en su diócesis
hasta que, en 1921, se puso al servicio de la Santa Sede.
En 1958 fue
elegido Papa, y sus cualidades humanas y cristianas le valieron el
nombre de "papa bueno". Juan Pablo II lo beatificó el año 2000 y
estableció que su fiesta se celebre el 11 de octubre.
Nació el día 25
de noviembre de 1881 en Sotto il Monte, diócesis y provincia de Bérgamo
(Italia). Ese mismo día fue bautizado, con el nombre de Ángelo
Giuseppe. Fue el cuarto de trece hermanos. Su familia vivía del trabajo
del campo. La vida de la familia Roncalli era de tipo patriarcal. A su
tío Zaverio, padrino de bautismo, atribuirá él mismo su primera y
fundamental formación religiosa. El clima religioso de la familia y la
fervorosa vida parroquial, fueron la primera y fundamental escuela de
vida cristiana, que marcó la fisonomía espiritual de Ángelo Roncalli.
Recibió la
confirmación y la primera comunión en 1889 y, en 1892, ingresó en el
seminario de Bérgamo, donde estudió hasta el segundo año de teología.
Allí empezó a redactar sus apuntes espirituales, que escribiría hasta
el fin de sus días y que han sido recogidos en el «Diario del alma». El
1 de marzo de 1896 el director espiritual del seminario de Bérgamo lo
admitió en la Orden franciscana seglar, cuya Regla profesó el 23 de mayo de 1897.
De 1901 a 1905
fue alumno del Pontificio seminario romano, gracias a una beca de la
diócesis de Bérgamo. En este tiempo hizo, además, un año de servicio
militar. Fue ordenado sacerdote el 10 de agosto de 1904, en Roma. En
1905 fue nombrado secretario del nuevo obispo de Bérgamo, Mons.
Giácomo María Radini Tedeschi. Desempeñó este cargo hasta
1914, acompañando al obispo en las visitas pastorales y colaborando
en múltiples iniciativas apostólicas: sínodo, redacción del boletín
diocesano, peregrinaciones, obras sociales. A la vez era profesor de
historia, patrología y apologética en el seminario, asistente de la
Acción católica femenina, colaborador en el diario católico de Bérgamo y
predicador muy solicitado por su elocuencia elegante, profunda y
eficaz.
En aquellos años,
además, ahondó en el estudio de tres grandes pastores: san Carlos
Borromeo (de quien publicó las Actas de la visita apostólica realizada a
la diócesis de Bérgamo en 1575), san Francisco de Sales y el entonces
beato Gregorio Barbarigo. Tras la muerte de Mons. Radini Tedeschi,
en 1914, don Ángelo prosiguió su ministerio sacerdotal dedicado a
la docencia en el seminario y al apostolado, sobre todo entre los
miembros de las asociaciones católicas.
En 1915, cuando
Italia entró en guerra, fue llamado como sargento sanitario y nombrado
capellán militar de los soldados heridos que regresaban del frente. Al
final de la guerra abrió la «Casa del estudiante» y trabajó en la
pastoral de estudiantes. En 1919 fue nombrado director espiritual del
seminario.
En 1921 empezó la
segunda parte de la vida de don Ángelo Roncalli, dedicada al servicio
de la Santa Sede. Llamado a Roma por Benedicto XV como presidente para
Italia del Consejo central de las Obras pontificias para la Propagación
de la fe, recorrió muchas diócesis de Italia organizando círculos de
misiones. En 1925 Pío XI lo nombró visitador apostólico para Bulgaria
y lo elevó al episcopado asignándole la sede titular de Areópoli. Su
lema episcopal, programa que lo acompañó durante toda la vida, era:
«Obediencia y paz».
Tras su
consagración episcopal, que tuvo lugar el 19 de marzo de 1925 en Roma,
inició su ministerio en Bulgaria, donde permaneció hasta 1935. Visitó
las comunidades católicas y cultivó relaciones respetuosas con las
demás comunidades cristianas. Actuó con gran solicitud y caridad,
aliviando los sufrimientos causados por el terremoto de 1928.
Sobrellevó en silencio las incomprensiones y dificultades de un
ministerio marcado por la táctica pastoral de pequeños pasos. Afianzó
su confianza en Jesús crucificado y su entrega a él.
En 1935 fue
nombrado delegado apostólico en Turquía y Grecia. Era un vasto campo de
trabajo. La Iglesia católica tenía una presencia activa en
muchos ámbitos de la joven república, que se estaba renovando
y organizando. Mons. Roncalli trabajó con intensidad al servicio de
los católicos y destacó por su diálogo y talante respetuoso con los
ortodoxos y con los musulmanes. Cuando estalló la segunda
guerra mundial se hallaba en Grecia, que quedó devastada por los
combates. Procuró dar noticias sobre los prisioneros de guerra y salvó
a muchos judíos con el «visado de tránsito» de la delegación
apostólica. En diciembre de 1944 Pío XII lo nombró nuncio apostólico en
París.
Durante los
últimos meses del conflicto mundial, y una vez restablecida la paz,
ayudó a los prisioneros de guerra y trabajó en la normalización de la
vida eclesiástica en Francia. Visitó los grandes santuarios
franceses y participó en las fiestas populares y en las manifestaciones
religiosas más significativas. Fue un observador atento, prudente y
lleno de confianza en las nuevas iniciativas pastorales del episcopado y
del clero de Francia. Se distinguió siempre por su búsqueda de la
sencillez evangélica, incluso en los asuntos diplomáticos
más intrincados. Procuró actuar como sacerdote en todas las
situaciones. Animado por una piedad sincera, dedicaba todos los días
largo tiempo a la oración y la meditación.
En 1953 fue
creado cardenal y enviado a Venecia como patriarca. Fue un pastor sabio
y resuelto, a ejemplo de los santos a quienes siempre había venerado,
como san Lorenzo Giustiniani, primer patriarca de Venecia.
Tras la muerte de
Pío XII, fue elegido Papa el 28 de octubre de 1958, y tomó el nombre
de Juan XXIII. Su pontificado, que duró menos de cinco años, lo
presentó al mundo como una auténtica imagen del buen Pastor. Manso y
atento, emprendedor y valiente, sencillo y cordial, practicó
cristianamente las obras de misericordia corporales y espirituales,
visitando a los encarcelados y a los enfermos, recibiendo a hombres de
todas las naciones y creencias, y cultivando un exquisito sentimiento
de paternidad hacia todos. Su magisterio, sobre todo sus encíclicas
«Pacem in terris» y «Mater et magistra», fue muy apreciado.
Convocó el Sínodo
romano, instituyó una Comisión para la revisión del Código de derecho
canónico y convocó el Concilio ecuménico Vaticano II. Visitó muchas
parroquias de su diócesis de Roma, sobre todo las de los barrios
nuevos. La gente vio en él un reflejo de la bondad de Dios y lo llamó
«el Papa de la bondad». Lo sostenía un profundo espíritu de oración. Su
persona, iniciadora de una gran renovación en la Iglesia, irradiaba la
paz propia de quien confía siempre en el Señor. Falleció la tarde
del 3 de junio de 1963.
Juan Pablo II lo
beatificó el 3 de septiembre del año 2000, y estableció que su fiesta
se celebre el 11 de octubre, recordando así que Juan XXIII
inauguró solemnemente el Concilio Vaticano II el 11 de octubre de 1962.
Textos de L'Osservatore Romano
De la homilía de Juan Pablo II
en la misa de beatificación (3-IX-2000)
Contemplamos hoy
en la gloria del Señor a Juan XXIII, el Papa que conmovió al mundo por
la afabilidad de su trato, que reflejaba la singular bondad de
su corazón...
Ha quedado en el
recuerdo de todos la imagen del rostro sonriente del Papa Juan y de sus
brazos abiertos para abrazar al mundo entero. ¡Cuántas personas han
sido conquistadas por la sencillez de su corazón, unida a una amplia
experiencia de hombres y cosas! Ciertamente la ráfaga de novedad que
aportó no se refería a la doctrina, sino más bien al modo de exponerla;
era nuevo su modo de hablar y actuar, y era nueva la simpatía con que
se acercaba a las personas comunes y a los poderosos de la tierra. Con
ese espíritu convocó el Concilio ecuménico Vaticano II, con el que
inició una nueva página en la historia de la Iglesia: los cristianos se
sintieron llamados a anunciar el Evangelio con renovada valentía y con
mayor atención a los "signos" de los tiempos. Realmente, el Concilio
fue una intuición profética de este anciano Pontífice, que inauguró,
entre muchas dificultades, un tiempo de esperanza para los cristianos y
para la humanidad.
En los últimos momentos de
su existencia terrena, confió a la Iglesia su testamento: «Lo que más
vale en la vida es Jesucristo bendito, su santa Iglesia, su Evangelio,
la verdad y la bondad». También nosotros queremos recoger hoy este
testamento, a la vez que damos gracias a Dios por habérnoslo dado como
Pastor.